- De la mano de autores como San Pablo, San Agustín, Freud, Heidegger, Ortega, Arendt, Borges, Parra y Piglia, el rector de la UDP entrega un nuevo ensayo: El Tiempo de la Memoria(Taurus).
- En él, reflexiona sobre la necesidad individual y colectiva de recordar y olvidar, sobre la finitud y el final, sobre la historia y el futuro; sobre la condición humana.
El 20 de mayo, un día después de la muerte de Carlos Altamirano, Carlos Peña (Santiago, 1959)* publicó en este diario una carta que recordaba al exsecretario general del Parido Socialista. Fue el recuento de una vida ya completada por la muerte. Una conmemoración. La carta, cómo no, provocó reacciones a favor y en contra, una disputa en torno al significado de esa vida terminada y de la Unidad Popular.
El 26 de mayo, Peña reaccionó a otra noticia: el cambio curricular que convertirá a Historia en un ramo optativo en tercero y cuarto medio (ver E10); “el empleo meramente instrumental de la reflexión histórica, así sea para fortalecer la democracia, no es lo mismo que pensar críticamente el pasado para, de esa forma, inmunizar a las nuevas generaciones de todo determinismo, que es una forma, quizá la más adecuada, de enseñarles la posibilidad, y el valor, de la libertad”, escribió en Reportajes de “El Mercurio”.
Esos elementos —el recuento de una vida y el significado de la misma, y la liberación del determinismo— hacen a la memoria y son cardinales en el nuevo libro del filósofo y rector de la Universidad Diego Portales, ya en librerías: El tiempo de la memoria (Taurus). El volumen toma la posta de la reflexión que ha hecho Peña sobre la vida moderna —esa en la que todo lo sólido se desvanece—, iniciada con Lo que el dinero sí puede comprar (2017) y seguida con Por qué importa la filosofía (2018). En su todavía soleada oficina, Peña explica: “Este libro intenta mostrar que la memoria y la historia están en el centro mismo de la condición humana, que esta sería inconcebible sin la memoria, pero también sin la historia. La historia no solo en el sentido disciplinario de la expresión, sino que la historia como historicidad; es decir, la idea de que los seres humanos estamos envueltos en el tiempo y que por lo mismo lo que está en el centro de la condición humana es el esfuerzo que hacemos los hombres y las mujeres por asomarnos a esta experiencia del transcurrir en el cual consiste finalmente nuestra vida”.
—Su reflexión no se limita al individuo; al contrario, parte y termina con las políticas de la memoria. ¿La memoria colectiva existe o es solo una analogía con la memoria individual?
—No, yo creo que existe realmente. Los seres humanos vivimos, por decirlo así, envueltos en una cierta comunidad, heredamos un conjunto de bienes colectivos que son aquellos a los que recurrimos y echamos mano para definirnos incluso como individuos. Nacimos al interior de un cierto grupo que nos ayuda a definirnos; los demás nos devuelven una imagen de lo que somos, una imagen que a veces nos castiga y otras veces nos halaga, pero nadie se define a sí mismo en soledad; los seres humanos somos seres tejidos en la interacción con los demás. Inevitablemente, entonces, toda memoria es en algún sentido una memoria colectiva, más no sea porque la memoria individual —la tuya, la mía, la del fotógrafo que nos acompaña, la de cualquiera— es una memoria hecha con una materia prima colectiva: el lenguaje, los recuerdos que los otros nos aportaron, el tiempo que no vivimos y que sin embargo nos fue legado.
—Las tradiciones.
—Claro, hay una parte existente previa a nuestro nacimiento que sin embargo la recordamos como propia; la historia familiar, por ejemplo. Pero todo eso nos es legado, no es una cosa que yo haya vivido, experimentado. Mi propio nacimiento es una cuestión que recibí del relato que me hizo mi madre, mi padre. Y así, suma y sigue.
Recordar el futuro
Como una novela, la memoria es una construcción, un relato editado, pero no por eso tendencioso o falso, explica Peña en el libro; una cosa es la historia, la determinación de los hechos, cree el autor, y otra el significado de los hechos: la “lucha por la memoria” es una disputa sobre ese significado. Además, Peña muestra que el recuerdo y el olvido no se oponen, sino que están íntimamente ligados; incluso el olvido puede ser una política de la memoria. En este punto es inevitable pensar en el Museo de la Memoria.
—¿La memoria necesita “contexto histórico”, según se ha dicho?
—Sobre ese debate habría que decir lo siguiente: no cabe confundir conceptualmente la memoria con la historia, entendida en el sentido historiográfico de la expresión. La tarea del historiador es rescatar el acontecer y el horizonte de sentido que tuvieron los actores que vivieron ese acontecer, y traerlo al presente. La memoria es el intento por conferir significado actual a aquello que entonces ocurrió. Son cuestiones radicalmente distintas. Están relacionadas, desde luego, la historia es el material con que hacemos finalmente nuestra memoria; pero la memoria como tal es el esfuerzo por editar el propio pasado a la luz del futuro que creemos posible. La paradoja es que la memoria se alimenta del futuro, por eso volvemos una y otra vez sobre lo que nos ha ocurrido. Esto es lo que dice Nietzsche: podemos vivir sin recuerdos, lo que no podemos hacer es vivir sin olvido; si no pudiéramos olvidar la vida sería una pesadilla permanente, el dolor que alguna vez padecimos nos acompañaría siempre.
—¿Cuál es la medida justa o moral entre memoria y olvido? Se lo pregunto, porque usted dice que el olvido no es ocultamiento.
—No, no, el olvido no es ocultamiento. El olvido es, en realidad, desproveer a lo que ocurrió de ese lado insoportable que quizás tuvo. Eso es.
—O sea, una manera de recordar.
—Por supuesto. Theodor Reik lo dice: no hay mejor mecanismo de recuerdo que el olvido. Podemos recordar porque editamos nuestro pasado. ¿Qué es el Museo de la Memoria sino el esfuerzo por traer al recuerdo un conjunto de crímenes cometidos en dictadura, que si retuviéramos tal cual no nos permitirían vivir? Es el esfuerzo por recordar a los desaparecidos y a los muertos, pero confiriéndole a eso un significado que nos alimente para el futuro; eso es lo que estamos haciendo. El Museo de la Memoria es un compromiso colectivo por dotar de un significado a hechos que de otra manera serían puro dolor. Y cuál es ese significado, bueno, recordarnos una y otra vez que la vida colectiva supone bienes que no son susceptibles de sacrificio, que la vida tiene principios morales incondicionales, que no debemos matar. Transformar la muerte de quien queríamos y recordamos en la promesa de que eso nunca más va a ocurrir es toda una labor terapéutica que hacen los museos de la memoria. Esto es lo que no se entendió nunca en Chile. Por eso es hasta cierto punto absurdo, casi digo estúpido, pretender que la memoria pueda ser sustituida por la historia.
Un ladrón en la noche
Un ladrón en la noche El tiempo de la memoria: “André Malraux, que es siempre un autor de frases que sorprenden, escribe que la particularidad de la muerte es que transforma la vida en un destino”. Los seres humanos no somos, sino que estamos siendo, recién muertos habremos sido algo. “Cada uno de nosotros —escribe Peña— lo sabemos, aunque preferimos olvidarlo, debiera decir «habré sido», porque dentro de todas las posibilidades que están a disposición hay una que (…) las suprime a todas y transforma la vida en un destino: la muerte”.
Para sus meditaciones Peña se vale sobre todo de Heidegger y Freud, también de Piglia y Borges, incluso Parra, de Hegel y Dilthey, de Benjamin, Ortega, Sartre, Lacan, Ricoeur y Arendt. En medio de ellos destacan dos santos: San Pablo y San Agustín; el primero con su segunda carta a los tesalonicenses, y el otro con sus Confesiones. Y es que, siguiendo a Heidegger, Peña muestra que la experiencia cristiana descubre mucho sobre la condición humana. “En la segunda carta a los tesalonicenses —cuenta—, San Pablo les dice a los cristianos que lo que importa no es tanto cuándo llegará Cristo, o sea la segunda venida, sino el cómo de la espera. Esta idea de una vida humana en espera de algo, que viene desde el futuro, y en torno a lo cual yo organizo mi existencia actual, es muy significativa, creo yo, como dibujo de la condición humana”.
—Más allá del contenido cristiano.
—San Pablo dice que de lo que se trata es de esperar a Cristo para que no nos sorprenda como “un ladrón en la noche”. Bueno, uno podría leer esto no religiosamente, diciendo que de lo que se trata la existencia humana es de la espera de la muerte.
—Una preparación para esa llegada…
—Para algo que sabemos que va a llegar y que no queremos que nos sorprenda como un ladrón en la noche. Todos los seres humanos vivimos en esta espera. Por supuesto, en la vida contemporánea, y en el día a día, en el quehacer cotidiano, los seres humanos nos envolvemos en actividades, nos dejamos seducir por miles de cosas para olvidar este hecho fundamental. Pero este hecho fundamental es el que nos constituye.
—Montaigne dijo que filosofar es “aprender a morir”. ¿Está de acuerdo?, ¿usted ha aprendido a morir?
—(Se ríe). No, no sé si he aprendido a morir, pero no hay ninguna duda de que voy a morir. Es una buena frase esa de Montaigne. La muerte, que parece una tragedia, porque finiquita todo lo que somos, porque nos priva de aquellos a quienes queremos, etcétera, si nos detenemos un momento en ella advertiremos muy pronto que la muerte, sin embargo, nos ayuda de alguna manera a significar lo que hacemos. Porque si yo supiera que la vida es eterna y que siempre podré corregir los desastres que he cometido, o sea, si la finitud no fuera nuestra condición más propia, buena parte de las cosas que vivimos o que padecemos no tendrían ningún sentido. La muerte, esto es el reverso de la tragedia que es la finitud humana, también les confiere significado a los días que tenemos. Saber que tenemos días por delante, pero no cuántos son, nos ayuda a definir de alguna manera la vida humana y a resignificar el pasado, ¿no?
—Por eso importa el cómo más que el cuándo
—Exactamente, esa es la gran noticia… Esa es la buena nueva (ríe) de la carta de San Pablo: lo que importa no es el cuándo, sino el cómo de la espera. O sea, la vida como distensión, como un aguardar algo. Eso es lo más propio de la condición humana; y eso es lo que se realiza en la memoria, porque si no viviéramos los días que nos tocan como un futuro que se acerca, ella no tendría sentido. La memoria es una profecía al revés, se construye desde el futuro; y por eso, querría yo insistir, quienes tienden a confundir memoria con historia es que no han entendido nada.
*Carlos Peña es miembro del directorio del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.
Noticia en https://digital.elmercurio.com/2019/06/02/E/D73JTS70#zoom=page-width
3 June, 2019